¿Qué leen los marplatenses en las calles, en las plazas, en el colectivo? ¿Cómo y cuándo? En esta ocasión, el narrador intenta descubrir a qué autor pertenece el libro "Cuentos completos" que una mujer está leyendo en un café.
Por Dante Galdona
Leo “Cuentos completo”, la letra ese está tapada por un dedo, no hace falta ser Philip Marlowe para saber que está ahí. Más difícil es descubrir el nombre del autor, que insiste en no mostrarse por un buen rato. Todos los escritores con ediciones de cuentos completos son importantes, aunque ella sabe que no es más importante que las historias que relata. Todos los lectores que llegamos a un “cuentos completos” rendimos pleitesía a su autor; ella no, sus ojos vuelan detrás de sus lentes hacia la historia, su boca relata muda alguna frase que la impresiona.
El café se le enfría, el mensaje en su celular espera confundido sin entender nada de paciencia, esa batalla que los lectores ya empezamos perder contra el inmediato tecnológico. El mozo mira por detrás las palabras que la absorben, tan intrigado como yo. Mirada cómplice, él sabe lo que yo todavía no: el bendito nombre del señor “cuentos completos”, que logró captar a la chica solitaria y dejarnos afuera de su mundo.
Estoy a punto de darme por vencido, no quiero parecer un psicópata, nadie entendería que lo único que me interesa de esa escena es conocer es nombre. Y aparece “ardo Cas”. Mi pequeño Marlowe interior intenta asumir un rol activo, pero antes me dejo jugar, “ardo Casas” podría ser un verso de alguna poesía. “Bardo Casado” podría ser un poeta que eligió la monogamia. “Bastardo Casto”, un célibe no reconocido. A veces pienso que debo ir a terapia. Alivio de conocer, ahora sí con certeza absoluta, que se trata de Abelardo Castillo.
“Macabeo”, el primer cuento que se me viene a la cabeza. Recuerdo esa tan poética definición del miedo. Que Castillo no era poeta, me contesto. Y replico: “Esto es miedo, entonces. Cinco mil años de miedo”. Y ahí voy, ya no existen ni la chica, ni el libro, ni el mozo, ni los juegos poéticos sonoros, solo un camino de meandros literarios que discurren a un mar de libros. El niño judío del cuento y su primer miedo me llevan a los campos de concentración, a Viktor Frankl, “El hombre en busca de sentido” y su autopromesa de no correr hacia el alambrado de púas, ese suicidio encubierto. Lo contrasto con nuestro Rodolfo Walsh y su “Carta a las juntas militares”, a la que no puedo dejar de ver como una bala disparada contra sí mismo por una pluma tan precisa. Un suicidio encubierto. Heroico, pero suicidio al fin.
Se me hace tarde, ya no recuerdo para qué, ha perdido todo sentido la rutina. Pago. La dejo leyendo pensando que quizá mañana, cuando mi ánimo recobre algo de normalidad, le voy a agradecer leyendo algo de Abelardo, quizá “El que tiene sed”, esa novela fundamental. Por ahora no puedo.